Presa de Meriga

Al adentrarse en sus dominios, nadie diría que la presa de Meriga se encuentre a tan sólo unos cientos de kilómetros de la aridez inabarcable del desierto del Sahara. Muy al contrario, la excelsitud del enclave nos remite directamente al más digno manglar amazónico, poblado por un denso follaje de formas intrincadas que embosca sin ambages el espacio sensorial.

El breve embalse está literalmente encajonado por una masa forestal de gran porte, un tupido bosque de monteverde que impregna el aire inmóvil con la genuina fragancia penetrante y seca, casi incisiva, de la laurisilva. La práctica totalidad del suelo está cubierto por un espeso mantillo del cual emergen helechos agigantados. Sobre él caen sin descanso hojas que enrojecen, se vuelven amarillas, azafranadas o de color mandarina para tejer con ternura de madre una alfombra perpetuamente otoñal. La escasa tierra que se deja ver corresponde al mullido sendero que bordea la presa: tiene un tono herrumbroso y exhala el envolvente aroma de la tierra húmeda; a cada paso que damos parece liberar pequeñas dosis de serenidad, diminutas esporas de gozo.

Desde la semipenumbra reinante bajo el dosel arbóreo se insinúa un cielo pastoso, del color de la leche aguada. Al dirigir la mirada hacia la tez de la presa, la luz mortecina que dormita bajo los árboles es interrumpida bruscamente por la luz cenital que penetra a través de la claraboya practicada por la presa en la cubierta del bosque. Dada la nota de aspereza que desprende, inspirar un aire tan prístino de manera prolongada agita levemente la respiración, aunque hoy en el ambiente se intuye algo más… y la tonalidad plúmbea que está adquiriendo el cielo viene a confirmarlo: Ha empezado a lloviznar y las finas gotas caen mansamente rompiendo el espejo del agua con sus pequeñas burbujas, la superficie lacustre se vuelve rizada y después trémula al aumentar la cadencia de la lluvia.

El tono ambarino del agua se ha oscurecido pese a que mantiene su transparencia en la orilla. El aire está un poco más cargado de humedad y la temperatura corporal desciende con la quietud tras la caminata desde el caserío de Los Aceviños, por lo que se percibe un pellizco de frío. La misma humedad que mantiene vivo al Parque de Garajonay penetra en la medula espinar y se extiende a través de las terminaciones nerviosas; percepción concretada con sutil determinación por cada una de las gotas que se desprenden desde las hojas de la arboleda a medida que aumenta la cadencia de la lluvia.

Los árboles ofrecen un espectáculo fisonómico sin igual. Los laureles se retuercen encorvados; los brezos —que aquí superan su condición de arbusto ya que alcanzan notables dimensiones— crecen oblicuos mientras que los palos blancos se estiran como saetas clavadas desde el cielo; viñátigos y tilos elevan sus copas hasta los treinta metros de altura y los aceviños crecen muy ramificados. El conjunto en pleno parece haberse confabulado para forjar una densa bóveda que atrape cada soplo de aire, cada gota de humedad, con el propósito de añadir intensidad a los rasgos de su encanto y forzar el magnetismo. El café tostado que oscurece la corteza de las fayas más añosas pone un contrapunto a la paleta de verdes que domina la escena. Al acariciar el terciopelo del musgo que tapiza los troncos, brota un hilo de sosiego que se intensifica al abrazarlos y dejar fluir la energía. Suspendidos de las ramas, por su parte, los líquenes se despliegan como guirnaldas que, con sus tonos apagados amarillos o esmeralda, vienen a configurar el ornamento fino del bosque.

Los ejemplares arbóreos más singulares se cuentan entre los que crecen en la orilla misma. Algunos, atildados en su vanidad, lucen tal espesura que las ramas se alabean sobre el agua; otros, por el contrario, sólo conservan el tocón forrado por corteza de textura rugosa e irregular, lo cual no les resta interés ya que cada uno asombra con atributos propios: suelen presentar amplios diámetros, en algunos, el muñón hueco recuerda a la caldera apagada de un volcán y, en otros, aún conserva vida latente pues de él brotan chupones que crecen erguidos en un racimo de troncos afilados. Luego están los que decididamente siembran inquietud, aquellos cuya morfología transmite una sensación de desasosiego o hace pensar en inhóspitos arcanos: poco antes de llegar hay uno cuyo tronco se cruza en el camino, cerrando el paso y obligándote a gatear; los hay que extienden las ramas amenazando con darte un abrazo cuando menos incierto; otro alberga una gran oquedad en la base a modo de boca tenebrosa que quisiera engullir a su presa, similar al que da acceso a la gruta de entrada al País de las Maravillas con el que soñó Lewis Carroll.

Un tenue manto de niebla se ha posado sobre el paraje confiriéndole una sutil delicuescencia. Al difuminarse los contornos, se acentúa el aspecto fantasmagórico de la reunión de troncos que, medio sepultados en el centro de la presa, aún se mantienen de pie escuálidos como espectros, frágiles como huesos centenarios. Ha dejado de oírse el aleteo envolvente del follaje, el canto ligero de los herrerillos y el gorjeo atolondrado de los mirlos; sólo se escucha, leve pero constante, el repique sordo de las gotas de lluvia sobre la superficie del agua y del tejido foliáceo. La bruma tiñe un halo de misterio y añade una nota de desorientación calculada al abandono recogido de las facultades. Pese a las inclemencias —o acaso, gracias a ellas— la sensación es revivificante, como corresponde a todo panteísmo que se precie.

Tumbado en la orilla, cierro los ojos y siento una fuerza que te libera de la materia. Los estadios se suceden lentamente: primero te despoja de ataduras y quedas como inerte, sumergido dentro de un orden mental más amplio, sin lindes ni compartimentos, en el ámbito de la nada. Una vez superadas las dimensiones del espacio y el tiempo, es como transitar por un universo libre de ángulos y espejos, en pos de la esencia del yo, anulados los condicionamientos y perforada la membrana que separa el cuerpo del alma.

En fin, puede que sea la deriva del barroquismo hacia la espiritualidad o, si se prefiere, el ascetismo al que conduce la belleza ¿Catarsis, simple ilusión o guiño de la Naturaleza? Lo cierto es que, al final, el espíritu queda apreciablemente aseado y dispuesto para encarar de nuevo el horizonte. Todo un cúmulo de sensaciones que, urdidas en tan augusto marco, evocan el sentimiento, la pasión y el amor a la libertad tantas veces cantados por los artistas del Romanticismo.

Unas voces humanas me sustraen inesperadamente de la introspección. Cariacontecido, veo pasar una pareja de turistas, cámara al cuello, y más tarde se oyen gritos de niños, todo lo cual termina provocándome una incomodidad que deviene en malestar. Como no cesa de llover, se marchan por fin los intrusos. Trato de volver, pero ya es demasiado tarde: todo ha vuelto a la normalidad y aprieta el frío.

 

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SANTANA – Caravanserai (1972)

Carlos Santana en el terreno espiritual.

 

El cuerpo se funde en el universo.

El universo se funde en la voz muda.

El sonido se funde en la luz deslumbrante.

Y la luz penetra en las entrañas del gozo infinito.

(Paramahansa Yogananda)

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